Resulta fácil imaginarse cómo era Rye en 1955. Seguramente muy similar a cómo es en 2010. Las rosas que decoran las casas, las tiendas con tarros de caramelos duros e incluso los peinados de la gente parecen haberse detenido a pesar de la puntualidad del reloj que se alza en el centro del pueblo.
Sin duda sus callejuelas estrechas y empedradas, poco comunes en las ciudades anglosajonas, ayudan a mantener este aire de pasado. También sus numerosas tiendas de antigüedades y los locales tradicionales que desde hace mucho tiempo ofrecen fish and chips, té con sándwiches de pepino y cerveza Ale.
A tan sólo una hora y media de la estación de St Pancras en Londres, Rye es uno de los pueblos medievales mejor conservados de Inglaterra. Sin apenas construcciones nuevas, en este lugar hasta Tesco disfruta de un edificio de como mínimo dos siglos. Su entorno excepcional lo enmarcan dos ríos que se llenan y vacían con las mareas del Atlántico, y los restos de un castillo de Enrique VIII que se recuperó en el siglo XIX para contener a las tropas de Napoleón.
Pero esta población no sólo ilustra el pasado más lejano sino que transmite también la perfección e irrealidad de las postales inglesas de los años 40 y 50.
Sus calles están limpias y las casas no se esparcen ampliamente por el campo sino que se concentran en torno a la iglesia anglicana, donde todavía se organiza gran parte de la vida social. Dentro hay una biblioteca, un rincón con juegos para niños y un organista que practica con poco atino la música para el servicio del domingo. Los turistas pueden subir hasta la torre, desde donde se contempla el paisaje alargado de East Sussex y el mecanismo interno del famoso reloj que suena desde el año 1561.
A unos veinte metros de la plaza central se encuentra la casa en la que vivió casi 20 años Henry James, ahora un museo, centro cultural y teatro de verano. Al otro lado, una placa azul señala la vivienda del pintor Paul Nash. Los oriundos están orgullosos del gran número de escritores y artistas que han pasado por Rye, entre ellos Joseph Conrad, H. G. Wells y G. K. Chesterton, y de que Paul McCartney lo eligiera como el lugar para que crecieran sus hijos.
La ciudadela, con su atmósfera de cuento y las gaviotas que avisan de la proximidad del mar, atrapa a cualquier visitante. Algo queda de su puerto comercial y defensivo, y de su posición de isla que volvió a tierra con el desvío del curso del río Rother. En la calle comercial, Mermaid Street, los edificios de piedra se intercalan con las construcciones tudorianas y de la época de Jorge III. Tres llaman la atención por sus títulos: La casa de enfrente, La casa con la silla y La casa con las dos puertas de entrada.
Desde la salida Este del pueblo hay sólo tres millas hasta una de las mejores playas de arena fina del sur: Camber Sands, que se comunica por un sendero para peatones y bicicletas. En el camino se cruzan pastos donde pacen cientos de ovejas, pequeñas lagunas que brotan de la tierra y alguna que otra granja con caballos y vacas.
Al fondo se ve Rye que en la colina parece ajena al tiempo. Quizá porque en su caso el pasado tiene demasiada importancia, o a lo mejor porque ha descubierto que la nostalgia cotiza en un mundo obsesionado por lo nuevo.